sábado, 9 de julio de 2011

Reconociste mi mirada y sabias que era tuya.



Me encantaron tus ojos desde el primer día, no pude resistir de pie y caí rendido ante su luz, que mi alma, en su plena y profunda oscuridad, ansiaba y necesitaba. No me preocupaba saber más de tu nombre, de tu calle, de tus días; si compartías con alguien más esos ojos grandes o solo era tuya y mía la mirada. Reconocí al fin que en... ese momento eras mía.

Esos labios que provocaban mis palabras me regalaban besos, susurros, palabras nuevas y frescas, roses en mi piel que a mi abdomen estremecían; y esa lengua llena de sabiduría me encantó, me fascinó, me perdió en el preciso instante; me volvía a encontrar para regresarme a la tierra y así pisarla nuevamente.

Tu cuello lo mordí cuatrocientas veces quizás y no me canse de hacerlo, quise imitar a esos seres nocturnos tan salvajes y románticos, y entendí porque el cuello mismo, pues al hacerlo temblabas toda, completa y no de miedo, estabas muy contenta. Susurrabas cuanto me querías y que no te soltara… yo comprendía.

Me encantaron tus pechos, grandes, tersos, limpios, bellos; caí en ellos como niño, puro, entero, seguro, feliz; tomando de ellos un respiro de vida, vida misma. Me recostaba sobre ellos confiado, soñando despierto en llanos verdes y flores frescas y que estabas a mi lado.

Tu espalda la recorrí de arriba a abajo sin detenerme, reconociendo cada vértebra, cada curva donde me mecía. Reconozco que tu cóccix y pubis me daban miedo, pero aprendí a amarlos como a toda tu persona; tu vientre lo besé y me abracé a él de tu cintura quedándome así, tranquilo, escuchando esas mariposas que decías.

Tus piernas largas y finas me apretaban muy fuerte en mi cintura y hasta me relajaban, no me permitían pensar en otra cosa que no fueras tú, me tenían amarrado a tu cuerpo y a tu parte, de donde me exaltaba y me hacían tomar bocanadas de aire puro y regalártelo en un beso, simplemente en un beso.

Benditas y malditas son tus manos, me regalaron caricias tiernas y el deseo insaciable de volver a tenerlas. Me hacían callar y lo aceptaba sin miedo, me llevabas con las mismas a tocarte y recorrerte de nuevo. Tus manos benditas, las extraño y con ellas te recuerdo, porque fueron ellas las que adiós me dijeron.

Edgar Díaz.

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